La utopia era algo que, hasta no hace demasiado tiempo, habitó entre nosotros. Muchos de ustedes se acordarán de ella: era curiosa, entrañable y necesaria pero rara era utopia.
Porque a veces se nos
presentaba como un palomo verde o como un olivo blanco, pero así era
el vestido, o tal vez el disfraz, que se ponía nuestra esperanza
cada mañana, para echarse a la calle y enfrentar el cada día.
No
era ni redonda ni cuadrada, la utopía, pero se levantaba en el cielo
como lo hace esta luna y se encendía en lo más oscuro de la noche
como un faro que nos decía cual era el camino a serguir.
Así era. Y
ya no es. Hace tiempo que la utopia no habita entre nosotros. Anda
por ahí. Por las tierras de los dioses caídos esperando que un dia
vayamos a su encuentro, y la reclamemos y la llamemos de nuevo a
nuestra vera.
Porque la verdad, almenos, almenos para mi, por cómoda
y fácil que pudiese plantearse la vida, la verdad es que sin utopia,
la vida no deja de ser otra cosa que un largo y aburrido ensayo
general para la muerte.
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